Fue un instante que luego
se repetiría infinidad de veces,
pero al ser el primero
aún vive en mi memoria.
Perdido en mis pensamientos
caminaba de manera despreocupada por la calle
cuando una señorita
perturbó mi meditación.
El santo y seña fue mi nombre,
sus claros ojos eran
una invitación a prestarle atención.
Me dijo que me reconoció
por una foto mía que tenía
y que Poesías Tenebrosas
era lo mejor de mi obra.
Me sonreí brevemente
y acoté algo para superar
el incómodo momento
del amistoso halago.
Me preguntó,
sin anestesia
cuál era la inspiración de mis letras
y su evidente significado.
Se me hacía engorroso explicar
que muchas han nacido
de momentos hermosos
que transmutaron en desgracias.
Como la caminata
de aquella fría noche,
tan recordada
en pretéritos poemas.
O el abrazo de la amiga
en momento de necesidad,
que ahora necesito
y no tengo.
O el apoyo de aquellos
que acompañan
las Cruzadas diarias.
Era difícil explicar
que gran parte de lo que escribo
viene de alguna expresión
del dolor mismo.
Como aquel poema
que habla de una despedida,
o sobre partidas.
O del sentimiento
de ahogo
ante las injusticias
y la desigualdad.
O del caos interno
que gobierna
por momentos
mi alma.
Se me hacía complicado explicar
que la imaginación
y prestar atención
a los relatos ajenos sobre la vida
son buenas fuentes de consulta.
No creo que sea necesario
ejemplificar al respecto,
pero cito cada momento
que un lector me ha dicho
a mí también me paso.
El reloj me agobiaba
y estrangulaba mis posibilidades
de explayarme al respecto.
Así que sin mucha convicción
le dije que todo poema es,
al fin de cuentas,
una confesión encubierta.