Recorrer la ciudad a pie, muchas veces, puede ser una emboscada de la nostalgia. Uno camina despacio, como paseando, disfrutando de la temperatura en caso de que sea agradable y de buenas a primeras se encuentra con un recuerdo. Así sin más, están allí mirándonos. Entonces uno se desconcierta por un momento, desconociéndolos. Hasta que miramos los alrededores, la puerta cercana, algún portón familiar y comprendemos.
Aparece aquel beso de noche invernal, que servía de refugio ante la inclemencia del clima mucho mejor que una campera o una manta. Al lado ves esa sonrisa, el brillo de los ojos. En la plaza te encontrás con el calor de su mano, la memoria de sus cabellos jugando con el viento.
Por supuesto que la bella evocación es sólo la puerta de entrada al laberinto de tu pasado. Despiertan lentamente otras imágenes, sonidos y afines. Ese libro que cambió tu vida, las letras de otro que la oscurecieron. La verdad revelada sobre la religión y Dios. El sinuoso camino de la adolescencia y sus repetidos obstáculos. Ese día en que la vida dejó de ser el centro de vivir y encontraste un ideal. El día que perdiste ese ideal.
En la ciénaga de tu pretérito vas hundiéndote sin posibilidades de escapar. Te encuentras con la irónica esperanza del “todo está bien”. Tus amigos que han ido cambiando a lo largo de los años, los extrañas y comprendes que también cambiaste. La canción que te recuerda que hay alguien peor que espera tu ayuda, de manera desesperada. Esa esperanza que trae un amor nuevo, siempre nuevo, siempre distinto, que intenta romper el velo de tus sueños, el mal de escribir.
Por último, casi escondidas en la parte más profunda: esas mujeres que amaste, esas promesas no cumplidas. En el final de todo están los trozos de tu corazón, aquellos que no se recompusieron, los que no sanarán y han sido desechados. Junto a ellos los miedos, los superados y los que no. Los que todos guardamos bajo algo más que una coraza.
Los ojos se abren, solo ha pasado un segundo y no puedes llegar tarde.
Viejo conocido