Uno de sus dedos en mi espalda
me despertó de la contemplación
absorta del ventanal,
la mirada al horizonte.
Decidida,
aunque casi susurrando,
habló de capitular,
de los finales,
de esas historias que se terminan.
Yo tenía los brazos cruzados
y la miré casi sin curiosidad,
como un stretegos que sabe
el resultado de la batalla.
En retrospectiva,
mi interés se centró
en aquellos detalles
que luego serían ella.
La marquita que se dibujaba
en sus pómulos cuando hablaba,
la línea suave de sus labios
y una mirada que no necesitaba palabras.
Hoy no recuerdo
cuánto tiempo pasé
frente al ventanal.