El humo del cigarrillo
se perdía en la lluvia,
pero no su traje blanco
y su corte carré.
Era uno de esos días
de febrero del dos mil y tantos
en los que vagaba perdido.
Empapado,
crucé mis ojos con los suyos,
olvidando las historias
que me hacían agonizar.
¡Ella también!
y su rostro se iluminó un instante,
mientras yo daba el primer paso,
conteniendo la respiración.
Pero negó con la cabeza
y seguí mi camino
sin destino.
“¡Todo un momento de felicidad!”,
diría Dostoievski,
suficiente para colmar toda una vida.