Todavía recuerdo
el color de sus ojos,
el tono de su piel
y vagamente el sonido de su voz.
Se movía con la gracia de una gacela
que abusaba de sus largas piernas
para deslizarse en vez de caminar.
Me mintió y yo le creí,
o quise creerle,
que era el único
que la hacía reír.
Luego se despidió
entre gestos
y a la distancia
como una amante
a punto de ser descubierta.
Siempre la imaginé
parada ante una bifurcación:
hacer las cosas bien
o hacer lo que se siente.
Pese a la ironía
yo estaba del lado de lo correcto,
pero no se puede competir
contra los sentimientos.