Caía,
pero no era una estrella
ni un objeto atado
a la gravedad inevitable.
Estaba mi lugar con el elefante
y el tigre ya había jugado
bien sus cartas,
mordiendo,
desangrando.
Su cabello dibujaba
siluetas de fantasmas
en el aire
que la acariciaba
como yo lo haría.
Me examinó,
cruel,
de forma profunda
y desgarradora,
sabiéndome vencido.
Pero no me remató,
solo se alejó
despacio
luego de escucharme
susurrar su nombre.
Fui su víctima
dos veces
esa tarde,
cuando regresó.