Ella pintaba campos de verano,
observando el frío desierto
que ofrecía el ventanal.
Yo husmeaba un libro,
un tanto pesado,
recorriendo su estudio
a veces con los ojos
y otras con los dedos.
Perturbado le pregunté
cómo podía imaginar
un paisaje tan bello
teniendo un modelo tan feo.
Me miró con esos ojos marrones,
siempre tan llenos de magia,
y me dijo que sin las cenizas
no puede nacer el fénix.
Que antes que el héroe
está su pesar.
Que los únicos paraísos
son los que perdimos.
Que para la existencia de Irene,
a Christó y a mí
nos tuvieron que matar varias veces.
Me abrazó más fuerte que de costumbre
y me susurró que para poder pintarme
yo tendría que abandonarla.