Para Berenice
Hacía calor en la cocina
de ese departamento
de un último piso
y había comido chocolate de Bélgica.
Tomé aire en el balcón,
porque lo necesitaba presurosamente,
y me compañera se me acercó.
Ella fumaba,
pero en ese momento
el humo no me molestaba,
porque estaba acostumbrando.
Puedo datar en ese preciso momento
el génesis de todos mis escritos,
cuentos,
poemas
y novelas.
Me miró a los ojos,
y señaló como Sócrates
que ella sentiría
el sabor de la cicuta
en su boca.
Algo se rompió.
Imaginar su sacrificio
movió cada una
de las partículas de mi ser.
A ella la perdería,
como perdí tantas cosas
y a tantas personas
que ocuparon algún lugar en mi vida.
Pero algo iba a quedar siempre,
como ese sentimiento
de tener todo el tiempo
la espada colgando sobre la cabeza.
Ser uno de los atenienses
que ingresaban al laberinto
sin espada ni escudo.
Ícaro desplomándose
desde las alturas,
cayendo inexorablemente.
Un Vikingo
que muere de viejo
sin adquirir su derecho
al Valhalla.
Entonces,
lo único a mi alcance
para retener el universo
era escribir
y eso, con el tiempo,
lamentará por mí
lo que se perdió.
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