Tenemos en nuestras manos
una ponzoña que distribuimos
sin darnos cuenta
entre determinadas personas.
No para herirlos a ellos,
sino para que nos hieran.
Tienen varios nombres,
entre ellos confianza,
amistad
y amor.
Cada gota que consumamos,
porque casi siempre vuelve,
abrirá una grieta
en lo más profundo de nuestro ser,
pero no acabará con nosotros.
No es su función nuestra muerte,
no es su objetivo ni lo desea,
solo intentan dejar un fósil
entre nuestros recuerdos.
El malestar nos puede postrar,
pero los alemanes lo dijeron claramente
si no nos mata
nos fortalece.
Así se endurecerán nuestras defensas
psíquicas y biológicas
hasta que se construya
un muro ya sin lamentos.
¿Eso es todo?
Por supuesto que no,
varios serán afortunados
y no sentirán ningún efecto,
otros no tendrán tanta suerte.
Pero escondido en el mundo,
más allá de nuestro alcance,
se encuentra el veneno
diseñado para destruirnos.
El problema no es que esa arma exista
y que alguien tenga el uso monopólico de la misma,
sino que no siempre el veneno para el otro
cae en nuestras manos
y estamos completamente indefensos.
Nos encontramos entonces
en un mar tormentoso
y sin ninguna chance
de poder sobrevivir.