Todas las personas que mueren
a lo largo de nuestro camino,
literalmente o no,
van dejando pequeñas marcas en la memoria.
Un génesis casual: con un saludo.
Un transcurso entre confidencias.
Una triste despedida o alguna traición.
Es, cuanto mucho, lo que se graba en el corazón.
El tiempo pasa y nos regala nuevos muertos
y nuevos sueños de muertos.
De vez en cuando alguna estrella nos encandila
por un par de meses, por tres o cuatro años,
pero luego desaparece en el cielo,
se fuga cual ladrón que escapa de prisión.
Entendemos que hay pocos astros en el firmamento
y mucha fugacidad fatal.
En el final,
ya no nos importan los motivos del deceso.
Se vuelven monótonos los dóndes,
los porqués, los quiénes.
Sólo nos importa esa cronología
en la necrópolis de nuestra alma
y la cara de la soledad propia.
Que, como consuelo, morirá con nosotros.