La caída de las hojas
marcha junto a tu partida
y te acompaña
en el débil movimiento
de tu mano,
ese tibio saludo.
No era el momento de amarte,
de entregarme a ti
y que tú te entregues a mí,
con lo que eso significa.
Las sonrisas,
las alegrías,
los besos
y los abrazos.
Las dagas del tiempo
se transmutan en tus tristes lágrimas
y en gotas que como tiranas
caen del cielo empapando a los descuidados.
Si existe,
en algún lugar Dios llora.
En resumidas cuentas
fuimos un beso nocturno,
un abrazo,
un viaje secreto
a un lugar distante
y una tarde en el andén,
esperando el tren.
Tus mejillas no lo entienden todavía
y sólo se preocupan
por el aire gélido del invierno
y la humedad del aire.
Otros fríos conviven
en nuestros corazones.
Para ser justos
hay que reconocer que mayormente fui
un hipotético;
una tarde de otoño en tu verano.
Un llanto doloroso, aún sin partir.
Una sombra dentro de tu día soleado.
Para serte justo,
he de decir que en mi vida
que es lucha,
enojos,
derrotas y fracasos
y más derrotas,
tú fuiste una pequeña (gran) victoria.
Una rosa en el desierto,
una gota de agua dulce en el mar,
un Edén en este mundo.
La locomotora suena cerca
y tu mirada se pierde.
Te veo difuminada, pero soy fuerte.
Las distancias serán abismos sin puentes,
una muralla impenetrable aunque burda.
Es el momento,
partes a tu ciudad de montañas y brillos,
de calor y esperanzas.
Yo me quedaré en mi ciudad de puerto,
con sus máquinas, sus calles
y su contaminación desesperanzada.
Adiós, mi amor.
Adiós.