El amor es, cuando se acaba, como el fuego, una inevitable fuente de cenizas. Es absurdo intentar desprestigiar tan antigua sentencia. Esos restos tiñen de sombras lo que tocan y la única solución aparente es otra llama que los limpie. El resultado es un nuevo laberinto en el que perdernos es fácil, demasiado.
Las campanas sonaban esa noche, yo lo miraba en su desolación y acompañaba su sentimiento. Él la había amado mucho y ahora lo dejaba. Intenté consolarlo con el, quizá cruel, argumento que la relación no tenía futuro. Le dije que la conocía hace poco, que el amor se nota en el tiempo. Que la suerte no acompaña lo efímero, lo muy finito. Él me creyó o al menos aparentó creerme.
Lo acompañé a su casa, antes habíamos tomado algunas bebidas suaves, como para alivianar la carga de nuestros corazones. Sino, al menos, la sangre no era tan espesa en ese momento. Lo llamaba todos los días, su depresión me preocupaba, como a cualquier amigo. A veces creo que hay tres o cuatro palabras capaces de definirnos. En otros momentos, cuando reflexiono sobre los arquetipos o el peso de ser alguien, comprendo que somos una sola palabra, o al menos ella nos representa.
Una tarde me invitó a su casa a tomar un café y hablar sobre esos temas trascendentales que ya a nadie importan. Me preguntó la diferencia del peso de las rosas en lugares del mundo distintos. Yo le expliqué que en realidad el peso no cambiaba sino más bien la valoración de las personas circundantes, por lo tanto todo tipo de variación se debía al peso de las opiniones. Le dije que tal vez el tiempo en algún momento cambie y el futuro sea el pasado. Concluimos que la única y verdadera realidad es el presente, sin mente ni prejuicios.
Para finalizar hablamos, me arrepiento un poco, de las perdidas. Él no pudo evitar mencionarla en la charla, pero ya lo había superado. Le expliqué que sólo es nuestro lo perdido. Que la tristeza nos deja penetrar profundamente en nuestra alma y que al salir somos más fuertes. La verdadera inspiración se alcanza en las profundidades y en aquellas personas que son demasiado geniales como para imitarlas.
La taza escondía restos de la bebida, ya fría, y la ventana mostraba un muy mal día. Ambos hicimos silencios mientras yo miraba a los pájaros en un árbol cercano, uno de ellos cantaba. La melodía era confusa, pero nostálgica, como si añorase algo del pasado. Esos recuerdos tiránicos cuya única función es la tortura. Lo escuchaba, absorto, y comencé a recordarla.