Estás allí, sentada, anonadada ante alguna reciente dificultad. Yo estoy afuera, observando desde el silencio tu cansada belleza, la forma de tus ojos en tu rostro bronceado. Estoy en las sombras, pero no por voluntad propia, no. Te has llevado contigo toda la luz de este lugar que ahora es muy frío.
Te escribo desde la distancia, esperando comprender tu magnificencia, la grandeza de ese ser anónimo para mí. Hay dos o tres verdades que no conocerás. Un peluche que tengo guardado y nunca te daré. Un par de besos que arrastraré conmigo el resto de los días que me esperan.
Sin embargo, en el embriagador sentimiento de admirarte, temo acercarme e interactuar. Es una adoración similar a la que algunos tienen por Dios. Al estar tan lejos no admite errores y es perfecto. Quizá lo sea, quizá tú lo seas, pero al no poder comprobarlo sólo nos resta la fe. La fe es amor, el nuestro es platónico.
Seguiré caminando distraído, en un ensueño contante, imaginando esas palabras que no diré. Mientras tanto, tú serás tan perfecta como siempre, una perfección coronada por la mágica ignorancia de no conocerme y saber nada sobre mí.