La copa todavía 
rodaba por el suelo 
y en sus ojos una centella 
anunciaba el final.
Me miró 
y no sin cariño, 
pero con un poco de crueldad, 
me dijo que mi amor 
era como una costa 
cubierta de diamantes.
Demasiado valiosa, 
una joya en todo su esplendor, 
un tesoro digno de una corona.
Pero hostil 
para el naufrago 
que se arrastra 
intentando encontrar la paz
de lo firme.
Y cuya única recompensa 
es un sinfín de nuevas heridas 
que se suman al agua 
en los pulmones.
El portazo 
aún suena 
en mis oídos.