En la penumbra
Irene acechaba mis sueños,
pero no logré despertarme
para evitar su asedio.
Yo vagaba por largos pasillos
llenos de bifurcaciones,
pero el entorno no me parecía
inhóspito o desconocido.
Mi cuerpo era tosco,
incómodo,
pesado,
aunque lo peor era la cabeza,
aún más tosca,
más pesada.
Jugaba a respirar despacio
mientras caminaba,
porque no había mucho para hacer.
Pensaba en las cosas esenciales:
comer y buscar un lugar para dormir.
No había otras preocupaciones,
ni libros por leer
ni gente por llamar.
No existían serpientes
que se comen su propia cola,
ni arquetipos imposibles,
ni los vagos talismanes
que a veces son los recuerdos.
No estaba fascinado
por los antiguos imperios,
ni por los besos robados,
ni por las sumas y restas
que no coinciden.
Era y nada más.
Entonces la vi,
estaba parada
con la espada en mano
y una sonrisa en el rosto.
En un impulso casi bestial
corrí a abrazarla lleno de felicidad.
Mi sangre brotó despacio,
mientras la imposibilidad de hablar
me ahogaba irremediablemente.