Entre páginas pérdidas
dibujaba historias
que no entendía
ni sospechaba reales.
Se sentaba como un niño
ante tomos gigantes
que intentaban seducirlo
sin mucho esfuerzo.
Los relatos de antaño,
un poco oxidados
o exagerados por la distancia,
le pedían cada tanto
que los resignificara.
Pero para él
eso no era nada.
Vagaba sin saberlo
en un bucle casi perfecto
entre el sonido de un portazo
y una caricia de despedida.
Y era inevitable
que no lo afectara el tiempo
para poder seguir con ese trance.
Descubrió que las palabras,
al discurrir los días
por la clepsidra,
pierden su significado.
Y él no quería
abandonar ese laberinto.