Pensé que iba a ser
la respuesta correcta,
por ser la más fácil
y evidente.
Tomé su foto
y a su alrededor dibujé
un conjunto de líneas
que entre curvas y rectas
la iban encerrando.
Cuando se volvió imposible salir,
contemplé mi obra
como a un hijo recién nacido
y la escondí en un cajón.
Pero los laberintos demandan
supervisión primero
y sacrificios después.
Otros tenían que pagar
el precio de mitigar mi dolor
y eran ofrendados a la bestia,
ya sin forma
porque los recuerdos metamorfosean.
Tal vez el monstruo ya no exista
o quizá nunca lo hizo,
pero las paredes del laberinto
colman mi mundo.
¿Esperaré guarecido
en mi castillo
la llegada del héroe,
espada en mano?
¿Tomaré acaso la daga
y terminaré con el simple papel?
Las palabras crean,
las palabras nos sobreviven.
Pobre Dédalo fui
y moriré.