Ella, todavía inmortal,
movía los dedos
mientras jugaba con la idea
de su mortalidad.
Yo, tan mortal como todos,
la escuchaba con la nostalgia
del que se apaga con la noche.
Esa divagación
casi filosófica
me arrastró como un torrente
a una serie de enumeraciones dolorosas.
Las copas vacías rotas,
un sinfín de derrotas y
una guerra casi perdida.
El sol se despide en el horizonte
y un leve rocío
acaricia las superficies,
antes de volverse una molestia.
Los hombros
se sienten pesados,
hace rato que nadie dice nada.
Vuelvo a mirar el paisaje
que nunca me aburre,
pero al final de cuentas
lo único que va a quedar es el silencio.
Solo el silencio.