La dejó en un sobre dorado,
en uno de los vestíbulos
porque sabía que iba a apreciar
el detalle y la ironía.
La partitura no tenía título,
pero era de su autoría,
para interpretar lento en piano.
Siempre dijo que prescindía
de las palabras conmigo,
que prefería hablarme
con los compases matemáticos
que rigen la música.
Las primeras notas erizan la piel
como un beso en el cuello
un martes por la tarde.
Pero luego
la melancolía gana terreno
y se comienzan a dibujar
imágenes en la mente.
Tal vez las de una chica
corriendo por un camino
casi infinito
que no lleva a ningún lugar.
O la sensación sentir
que sos un laberinto
para luego entender
que sólo sos una pared.
Las últimas notas se desgranan
como una despedida firme
de alguien que no se arrepiente
pero que no va a volver.