Algunos buscan esconderse
en lujosos castillos,
rodeados por poderosas murallas.
Algunos esperan
con el torso desnudo,
en una pradera
o sobre una colina,
hacha en mano.
Algunos acechan
en los oscuros pasillos
de un laberinto,
olfateando el miedo
a lo desconocido.
Algunos diseñan laberintos
y miran desde afuera
como los incautos ingresan
para ya no salir.
Algunos juegan
la danza de la clepsidra
y confían en que el cadáver de su enemigo
flote frente a ellos.
Algunos atacan sin compasión,
pese a no recibir amenazas
ni estar en riesgo.
Algunos prefieren la espada
y el canto del metal,
los gemidos de guerra
y el vuelo de las aves carroñeras.
Algunos prefieren
la espada en el verso
y son igual de despiadados
pero con metáforas.
Y sin embargo,
todos son cautivos
de un sentimiento de los invade,
que los conquista,
que los vence.
Aunque el enemigo no sea claro,
sienten que la guerra los rodea,
que es última batalla
y que la están perdiendo.
Me pierdo en las divagaciones
del que medita
después de una sucesión
de días desafortunados.
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