Se sentaba cruzada de piernas
y leía una pila de papeles
llenos de números
que al final firmaría.
Me acerqué en silencio,
pero igual me clavó
esos ojos capaces
de separar un árbol de otro
en un bosque.
Me agoté contando
una idea que tenía,
con la que sentía
el calor del sol en el rostro.
Pero ella se paró,
se me acercó
y casi en un beso
me dijo que nunca iba a ser Ícaro.
Me acarició una mejilla
y me dijo que tampoco
sería el minotauro.
Me negó la posibilidad
de tener la espada de Teseo
en las manos.
Tampoco sería mía
la ira del rey Minos
o la tristeza de Egeo.
Mi lugar estaba con Dédalo,
constructor de laberintos,
como el de este poema.