Señorita, estoy seguro que usted no me conoce pero déjeme contarle quién soy. Desde hace mucho tiempo me he tomado la vida de las letras como algo más que un entretenimiento. Escribo cuando sufro, cuando estoy feliz, cuando no estoy, cuando ser es más que simplemente existir por inercia. Puedo pasar mucho tiempo describiendo las cosas que hago, disimulando las que no, pero esa no es la idea. Quiero hablar de usted.
Cuando digo usted, en realidad, digo hablar de lo que veo. De esas tristezas maquilladas que cargan sus ojos, esos abismos negros que arrastran consigo a los incautos, como las sirenas a los navegantes. Pero, por desgracia, yo siempre he tenido algo de Ulises y no me dejo conmover. Cuando digo usted hablo de su rostro, ese laberinto perfecto que como el desierto no deja escapar.
No hay que olvidar su sonrisa. Tan contagiosa que obliga a sonreír y a cantar cuando se aleja. Y te miro. Tu voz es algo enigmático, pues sólo he podido apreciar ciertos tonos lejanos, destinado a mis contemporáneos pero nunca a mí. Ya es suficiente.
Señorita sin nombre, espejismo de la perfección, figura sublime de las alturas. Temo mucho apreciarle a la distancia, pues no conozco el castigo a semejante falta. Aunque, a su vez, el pecado mortal es no atreverme a mostrarte éstas palabras.